Las llagas de Cristo
Las llagas de Cristo
El castigo y ejecución romana en la cruz tenía todo un protocolo legal. Había un juicio previo y se aplicaba a esclavos rebeldes, asesinos y ladrones, personas que atentaban contra el régimen romano, y era un castigo brutal, vergonzoso, humillante. Antes de crucificar al individuo al que se le podía clavar los clavos en manos y pies o amarrar colgado en la cruz, se la flagelaba con unas cuerdas de cuero cuyas puntas podían ser de bolas de metal o de piedra. Al golpear la espalda, brazos y piernas del reo, se producía por los golpes y salientes de punta de esas bolas, unas heridas a veces muy graves, hematomas y muchas veces se infectaban. Este era un castigo en general público y era muy humillante y cruel. Se hacía para que sirviera de escarmiento a la gente y por supuesto para añadirle el ingrediente de humillación pública al ajusticiado. El imperio imponía un clima de terror en ocasiones para amedrentar a los pueblos sometidos.
Se sabe por los evangelios y la tradición cristiana, que Jesús fue azotado con crueldad y por la sábana que cubrió su cuerpo, llamada de Turín, que recibió unos 120 azotes. Además hay heridas profundas en sus manos y pies provocadas por clavos. Hay heridas en la cabeza por la corona de espinas y otra en el costado, por la lanza que atravesó su corazón. Las infecciones y el tétano que afectó sus músculos del tórax y de la mandíbula le impedían respirar bien, provocando asfixias y mucha angustia, y hacían más horrible y dramática su agonía. Por lo que es en extremo impresionante la serenidad y lucidez de Cristo en todo momento, reflejadas en esas siete famosas y hermosas palabras pronunciadas colgado en la cruz. Nada lo hizo desesperar, maldecir, insultar. Había una gran paz en su alma. Por eso al morir Cristo, el centurión romano exclamó a viva voz que "este era hijo de Dios".
Pero para nosotros es bueno, además de recordar el sufrimiento de Cristo reflejado en sus llagas, que meditemos en su significado. Cada llaga de su cuerpo es como una ventana o puerta para asomarnos a su inmensa ternura, compasión y misericordia, que es infinita. Todo lo sufrió por nosotros. Pagó con su sangre el precio de nuestro rescate. Nuestros pecados, los de toda la humanidad, habían ofendido demasiado a Dios. No había forma humana alguna, penitencias, sacrificios, lágrimas, rezos, que aplacaran la ira divina, manifestada una vez, por ejemplo, en el diluvio universal, o en la destrucción de Sodoma y Gomorra. Sólo el sacrificio y muerte de Cristo podían interceder, aplacar, ablandar el corazón de todo un Dios ofendido. Su intercesión, su mediación, tuvo un valor infinito. Por sus llagas hemos sido salvados.