Panamá
Sobre el Arte del Merecimiento
- Arnulfo Arias O.
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No podemos darnos ese lujo de fomentar alegremente noción de que se puede recibir sin merecer, de que vale consumir sin cosechar, de que el esfuerzo nunca es necesario para procurarse formas de sustento básico.

En el ciclo de la vida natural, del cual el hombre también es una parte, todo en general es fruto del esfuerzo. Desde la semilla que rompe su envoltura para echar así raíces, hasta la mariposa aprisionada en su crisálida, de la cual se debe liberar antes del vuelo, el esfuerzo parece una conducta habitual de la existencia. Sin embargo, a pesar de esas lecciones del entorno, el hombre sigue cultivando el pensamiento erróneo de que puede cosechar lo que no siembra o recibir compensación gratuita por lo que nunca ha trabajado. Especialmente en los sistemas decadentes de gobierno, en los que se ha interpretado mal el verbo de enseñanzas socialistas, se pretende impulsar el hábito nocivo de recibir sin hacer nada, con mayores daños para quien recibe que para el que irresponsablemente da; porque el que da, en esos casos, sabe bien hacerse indispensable para conservar su hegemonía de poder sobre aquellos que lo necesitan. Al final, esos sistemas se distancian de lecciones milenarias que estuvieron tan vigentes en el hoy como en el distante antepasado cazador recolector, que tenía conciencia diaria de que si no se procuraba el alimento, debía necesariamente perecer.
No estoy en desacuerdo con la necesidad de articular algún sistema de subsidio, especialmente en economías emergentes y desbalanceadas, como la nuestra. Pero esos subsidios deben limitarse al estudiante, al ama de casa que no puede trabajar por estar en las labores de crianza, y sólo hasta que pueda buscar los mecanismos para superar su situación, o a los extremos de necesidades apremiantes en la sociedad; pero institucionalizarlos, hacer de ellos una forma de compensaciones crónicas para el fomento de ese hábito nocivo de recibir sin trabajar, hace que un sustrato de la población comience a hacerse inerte y parasitaria de un sistema paternalista.
No podemos darnos ese lujo de fomentar alegremente noción de que se puede recibir sin merecer, de que vale consumir sin cosechar, de que el esfuerzo nunca es necesario para procurarse formas de sustento básico. El daño desproporcional que esa forma de pensar nos causa a largo plazo como una nación no se puede calcular; lo que sí se puede calcular serán los resultados de ese tipo de política estatal: el fracaso del emprendimiento colectivo, el ahogamiento temprano de la iniciativa personal, la cadena interminable de conductas parasitarias que minan la motivación del individuo.
Es por eso que debemos todos mirar hacia el futuro y calcular muy cuidadosamente cual será la consecuencia de sostener en nuestro suelo ese sistema de subsidios que al final termina convirtiéndose en un ancla que no permite que se zarpe en ese viaje largo de progreso nacional. No me refiero, por supuesto, a la situación extrema que se vive actualmente por razones de pandemia. Me refiero más bien a esas políticas de los subsidios crónicos que parecen no tener un fin, a pesar de que debieron, en esencia, ser provisionales. ¿Qué precio pagarán nuestras generaciones, por haber dejado que todo esto sucediera? A diario surge en mí esa pregunta, sin dejar de torturarme.
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