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Sobre la desviación de poder

Lo anterior cobra especial relevancia en nuestro país, en el que aproximadamente el 6% de la población económicamente activa, es decir, unas 300,000 personas, está insertado en el servicio público.

Arnulfo Arias O. | opinion@epasa.com | - Actualizado:

Sobre la desviación de poder

Ante la más severa y pulcra aplicación del principio de la desviación de poder, que veda al funcionario público de hacer uso de elementos subjetivos en el desempeño de sus funciones, cabe elaborar todo un cuestionario sobre la actuación pública, en términos generales. Surgen de inmediato inquietudes prácticas y naturales, como las siguientes: ¿puede o debe un funcionario público permitir que el enojo, o la animadversión, o la saña, se cuelen en cualquiera de sus actos hacia el ciudadano?, ¿dejarse arrastrar por la ira no sería, en el mejor de los casos, aplicar un tinte subjetivo a sus funciones, es decir, hacer una incursión clara en lo que constituye la desviación de poder? Pareciera irrelevante entrar a responder este tipo de cuestionarios en medio de las necesidades apremiantes que vive ahora nuestra sociedad; pero es precisamente en momentos como estos en los que debe engalanarse ese servicio público, para revestir todo aquello que debería en realidad ser parte íntegra de su actuación: desempeñarse únicamente conforme lo establece la ley, sin desviarse si quiera en una coma; entenderse, en cada momento, como servidor de aquellos que, a través de los impuestos, pagan su salario; ser ejemplo claro de desinterés y obedecer únicamente lo que debería, en principio, regular cada uno de sus actos durante la jornada de servicio público, es decir, la Constitución y la ley.

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Lo anterior cobra especial relevancia en nuestro país, en el que aproximadamente el 6% de la población económicamente activa, es decir, unas 300,000 personas, está insertado en el servicio público. Todos, absolutamente, desde que nacemos hasta que partimos de este mundo terrenal, tendremos eventualmente que lidiar con burocracias en todo lo que hacemos, en una forma u otra; desde el uso de servicios públicos, hasta la oficialización del matrimonio y el impuesto municipal mortuorio, desde la cuna hasta la sepultura. De ahí que sea absolutamente relevante que, en sus actuaciones, todo funcionario público se vea escrupulosamente atado a normas que regulan su conducta, para que se pueda dar remedio claro y expedito cada vez que se desvía de aquellos medios institucionales a los que debe su propia condición de servidor. En un mundo ideal, no caben las ofensas hacia el ciudadano por parte del empleado público, aún cuando sea el ciudadano que propine adelantado el latigazo de la ofensa; no debería el funcionario, de ninguna categoría, hacer uso del tiempo de servicio en temas personales, porque su tiempo se mide por el reloj de arena frágil y transparente del escrutinio público, en el que el desempeño de funciones quedará bajo la lupa de la sociedad; debería vestirse voluntariamente de esa camisa de fuerza que contiene las pasiones y los odios, que no está obligada a usar el ciudadano que es libre de hacer todo lo que la ley no le prohíba, siempre que por ello asuma consecuencias; deberá adoptar, en todo momento, la norma que se impone a sí mismo de controles previos en cada uno de sus actos.

Pero ese el mundo ideal y, mientras se alcance, por lo menos debemos exponer la idealización de lo que debería ser ese servicio público, cuyo desempeño, cuando es mal llevado, afecta a todos y que, cuando se lleva bien, eleva a todo ciudadano y a la propia sociedad.

No cabe duda, algunos funcionarios sufren de la enfermedad del empoderamiento transitorio, y de una pequeña posición hacen trono y asiento de la tiranía, rechazando algún permiso que requiere para su debido curso el esfuerzo magistral de llenar un simple formulario. Eso es desviación de poder, conducir inspecciones en algún comercio, simplemente porque el empresario le cae mal, o no le simpatiza al funcionario que lleva a cabo esa especie de redada personal, impulsado y motivado por una pasión y no por una norma. No importa el grado o jerarquía; eso también es una abuso y desviación de un poder sagrado que sólo se confía bajo la premisa de que su ejercicio será completamente impersonal. No existe remedio permanente todavía para estas cosas en nuestra América Latina; pero pensemos en que el poder que se delega, se puede también quitar cuando quien lo otorga se convierte en víctima de lo otorgado.

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