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Realismo visceral de Roberto Bolaño

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Hay novelas que se deberían leer con las orejas, porque suenan: “Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles.

Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer”.

Así suena Comala: sepulcral y desierta.

Hay las que se leen con el oído de la imaginación: Berthe Trépat errando notas en un piano de la Salle de Géographie un día de lluvia en París, un día de aguacero vallejiano, un día “tiempo de ratas” diría Oliveira.

¿Y el glíglico? ¿No es el glíglico pura música? Una vez me preguntó una amiga música y cortaziana -había leído todo Cortázar por lo menos dos veces-, si quería retilarle la murta y ponerle los plíneos entre las argustas, y le dije, sólo si después nos entreturnamos los porcios.

Así empezó aquel Impromtus non interruptus e molto risoluto, que después seguimos practicando hasta perfeccionarlo; pero esta historia no pertenece aquí, sólo la cuento para dar fe de que el glíglico es música pura, se lea con los ojos, con las orejas, o con lo que sea.

Pedro Páramo y Rayuela suenan, con sonidos distintos pero suenan, Los detectives salvajes de Roberto Bolaño no, o por lo menos no de la misma forma.

A Los detectives salvajes la música le entra por otro lado, por la espina dorsal de su estructura.

Si la novela de Bolaño fuera sonido en lugar de texto, su estructura musical sería un Tema con Variaciones, con una codetta final que retoma el material del inicio y lo extiende brevemente.

Eso sí, las variaciones cortas y con algunas modulaciones a tonos lejanos, pero siempre desarrollando el tema, como es de rigor en los buenos compositores.

De Bolaño conocía lo que dicen de él y de sus libros algunos artículos, pero no conocía su obra.

Lectores como yo eran los que a Borges le dolían: "A mí me conoce todo el mundo por las entrevistas, por lo que digo, por las polémicas que despierto, pero mi obra no la leen".

Decidí aprovechar un viaje a Madrid y en el número 29 de la Gran Vía hacerme con una copia de Los detectives salvajes, por suerte aún queda allí la Casa del Libro y no un Starbucks, como pasó con la Casa de Música Garijo que, en los años 80, era una de las tres tiendas donde comprábamos partituras los estudiantes del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid.

Después de varias páginas, y de pasearme por algunas calles y edificios del DF, pensé con complicidad: si fuera real visceralista y algo más joven -como Juan García Madero por ejemplo- el libro me hubiese salido gratis.

Los real visceralistas no compran lo que leen, toman prestados los libros de forma permanente, lo que con otras palabras el diccionario de la RAE define como robar, y que en realidad es préstamo porque se hace con amor y sin violencia; un préstamo a largo plazo, que puede terminar en enemistad o con la muerte de una de las partes; como terminan la mayoría de los matrimonios, y casi todo.

Más tarde, Bolaño culparía de las lagunas en su educación a la librería mexicana El Sótano, por colocar libros imprescindibles para su formación en la parte más alta de las estanterías, donde era imposible tomarlos prestados, o robarlos, según la RAE, que, como ya sabemos, a veces se equivoca.

“Pero si en ese grupo sólo leen Ulises y su amiguito chileno.

Los demás son una pandilla de analfabetos funcionales”.

El gran Ulises, no el de Homero y la Odisea sino el de Bolaño y Los detectives salvajes.

Ulises Lima, álter ego del poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro, aquel que decía: “Si he de vivir que sea sin timón y en delirio”, y así lo hizo, se vivió la poesía sin rumbo y con todos sus excesos.

A los 18 años, recuerda el escritor mexicano Juan Villoro, Mario había leído todos los libros, visto todas las películas y escuchado todos los discos.

Mario Santiago Papasquiaro, seudónimo de José Alfredo Zendejas Pineda, pero que todos conocían como Mario Santiago, que leía hasta en la ducha y que escribió gran parte de su obra poética en los márgenes de libros prestados, que murió en el DF atropellado por un vehículo que al darse a la fuga lo dejaba agonizando con tan solo 44 años: “Si puedes ser leyenda / para que ser fosa común”.

El amiguito chileno de Ulises en Los detectives salvajes es Arturo Belano, álter ego del mismísimo Roberto Bolaño.

Mario Santiago fue el mejor amigo para Roberto Bolaño y -en sus propias palabras- el mejor poeta que conoció.

Ambos crearon el infrarrealismo en 1975, que junto al estridentismo de los años veinte, dan vida al realismo visceral de la novela.

La estética infrarrealista era una especie de dadaísmo a la mexicana y en su manifiesto sentenciaban: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”.

Con este eslogan como bandera sabotearon recitales de poesía y repelieron todo lo que representaba al establishment literario mexicano, apuntando sus dardos envenenados a la figura y obra de Octavio Paz, al que en esos años, sin exageración, los infrarrealistas odiaban.

¿Nuestro objetivo? “Partirle su madre a Octavio Paz,” diría el joven Bolaño, ése es nuestro objetivo.

En un acto público en el que Octavio Paz leía sus poemas, el infra Jesús Luis Benítez -desinhibido por algunos excesos-, le interrumpe constantemente con frases minimalistas y en crescendo “mucha luz, cuánta luz… demasiada luz…”, cuando sacan a Benítez del recinto, a Paz sólo le queda sentenciar: “El alcoholismo no disculpa la estupidez”.

Antes de aquel incidente, por presagio o mera coincidencia, Mario Santiago ya había concluido su manifiesto infrarrealista diciendo: “La estupidez no es nuestro fuerte”.

“Los infrarrealistas eran el terror del mundo literario”, comenta la escritora mexicana y discípula de Paz, Carmen Boullosa.

“Nosostros no saboteábamos sus eventos pero sí sus publicaciones, hacíamos lo que podíamos para no dejarlos publicar donde nosotros publicábamos”.

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