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Cambio Climático / Cura / Ecología / Medioambiente

Buscan una cura para el dolor causado por la crisis climática

Publicado 2019/12/03 12:00:00
  • Cara Buckley

Psicólogos dicen que "sentirse deprimido respecto a la problemática ambiental es, de hecho, una respuesta cuerda y saludable". Sin embargo, como cultura, patologizamos la depresión como una falla personal y, como individuos, la evitamos.

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Zhiwa Woodbury, un ecopsicólogo, cree que colectivamente estamos experimentando un trauma climático, del cual somos a la ves causantes y víctimas. Foto ilustrativa/ Cara Buckley.

Zhiwa Woodbury, un ecopsicólogo, cree que colectivamente estamos experimentando un trauma climático, del cual somos a la ves causantes y víctimas. Foto ilustrativa/ Cara Buckley.

Un día a principios de otoño, 19 personas se reunieron en un pequeño espacio para eventos en Brooklyn y se sentaron en un círculo. Entre ellos se contaba un abogado de inmigración, un terapeuta, un manifestante de Extinction Rebellion, un artista y yo. Afuera, hacía un calor que alguna vez hubiera sido descrito como inusual para la temporada, pero que ahora es simplemente mediados de septiembre.

Estábamos allí para un taller llamado, “Cultivando Esperanza Activa: Viviendo con Alegría Entre la Crisis Climática”, un título que sonaba tremendamente optimista.

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Yo estaba allí porque, por más que trataba, no entendía cómo alguien estaba lidiando con la crisis climática. ¿Alguna vez ha conocido a alguien que citara el antropoceno en un perfil para citas? ¿Quien repartiera certificados de regalo de compensación de emisiones de carbono en Navidad? ¿Que ve bebés recién nacidos e inmediatamente piensa en las aproximadamente 14 toneladas de emisiones de carbono que emite el estadounidense promedio cada año? ¿Que camina por las tiendas pensando dónde terminan todos los empaques? Pues ya la conoce.

A diferencia de millones de personas, yo no me he visto directamente afectada por la crisis climática —no realmente, aún no. Pero la andanada de noticias planetarias cataclísmicas, los incendios forestales, los días de otoño de 32 grados centígrados en Nueva York se sintieron tan opuestos a la normalidad de la vida humana, que con frecuencia me sentí muy molesta. Me sentí cómplice por el simple hecho de existir. Después de todo, pertenezco a la especie que estaba acabando con la mayoría de las demás.

Por más que me quiero encadenar a un árbol centenario, mi empleo en The Times evita que me vuelque 100 por ciento al activismo. Así que dono a causas ambientales, como vegano, hago composta, tomo el transporte público, cargo con utensilios de bambú y compro de segunda mano —todas ellas decisiones que me puedo dar el lujo de tomar. Y sin embargo, nada de ello ha sido un bálsamo.

Preguntar a algunas personas a mi alrededor cómo estaban lidiando con ello no ayudó. Escuché que comoquiera era demasiado tarde. Que no debería importarme, puesto que no tengo hijos. Que el planeta, por lo menos en un día distante, estará bien.

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Sabemos que el futuro luce mal, que el presente está mal y que la falta de acción, particularmente en EE. UU., está empeorando las cosas. Pero ¿cómo se supone que debamos vivir en nuestros corazones y almas con una amenaza existencial que, al tiempo que desaparecen aves y abejas y los árboles se desploman y mueren, es tan dolorosamente íntimo?

Finalmente, este otoño, después de un viaje para practicar kayak en Alaska, impulsado por un deseo de ver glaciares mientras aún existen —y ser recibida por incendios forestales— me propuse buscar respuestas.

Y lo que aprendí, en el taller y en largas conversaciones con psicólogos, ecologistas a profundidad, un activista indígena y budistas occidentales, fue más o menos una receta para manejar el pesar climático.

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Dice así: viva como si la crisis fuera urgente. Acoja el dolor, pero no termine allí. Busque un camino espiritual para forjar la gratitud, la compasión y la aceptación, porque operar con base en negación, enojo o temor sólo termina por dañarnos.

Hay desestimación respecto a si importan las decisiones individuales como qué consumimos y cómo nos transportamos. ¿Para qué cancelar ese viaje a Europa si ya es demasiado tarde de todas formas y si todo mundo sigue adicto a los combustibles fósiles? Pero Lou Leonard, uno de los fundadores de One Earth Sangha, un grupo budista enfocado en la crisis, me dijo que vivir como si el cambio climático fuera real y que podemos hacer algo al respecto son señales para otros —y puede ayudar a cambiar normas culturales. Hacer cambios aparentemente inconvenientes ahora, dijo, también puede prepararnos para lo que podría venir.

Zhiwa Woodbury, un ecopsicólogo, cree que colectivamente estamos experimentando un trauma climático, del cual somos a la ves causantes y víctimas —nuestra agresión a la biósfera es un ataque contra nosotros mismos.

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Cambiar hábitos como la forma en que comemos puede hacer a la gente sentirse más empoderada y menos abrumada, dijo, y puede alterar nuestra relación con el mundo natural. “Nos hace sentir bien el que hagamos algo y nos regresa a la idea de la responsabilidad compartida”, dijo Woodbury.

En el taller en Brooklyn, que empleó la labor pionera de décadas de antigüedad de Joanna Macy, la activista de dolor ambiental, la facilitadora, Jess Serrante, dijo algo que me cayó como un rayo.

“Nuestro dolor por lo que está sucediendo es el otro lado de la moneda de nuestro amor por el planeta”, nos dijo. “Sentimos el dolor con tal profundidad porque amamos tanto al planeta”.

Varios psicólogos me dijeron que les dicen lo mismo a pacientes que están lidiando con la ecodesesperación: sentirse deprimido respecto a la crisis es, de hecho, una respuesta cuerda y saludable. Sin embargo, como cultura, patologizamos la depresión como una falla personal y, como individuos, la evitamos. Pero eso causa que nos apaguemos. Al saltar de lleno al dolor, puede alquimizarlo en algo más grande, nos dijo Serrante, y reconectarnos con nuestro ser más profundo.

He empezado a tratar de aprender cómo ser espiritualmente ágil y tener fe nuevamente en las personas. Sentirse conectados —con otras personas y con nosotros mismos— es un antídoto a los sentimientos que tratamos de mantener a raya al distraernos o insensibilizarnos. También me aferro a otra cosa que me dijo Woodbury: la crisis podría forzarnos a sanar nuestra relación con el mundo natural, y no hay lugar para la desesperanza en ello.

Comoquiera, el ecopesimismo es un hueso duro de roer. En Brooklyn, Serrante nos hizo dividirnos en parejas y decirnos uno al otro por qué estábamos agradecidos de estar vivos en estos tiempos. “Yo estoy agradecida de estar viva en este tiempo ¿porque la gente está más consciente que nunca de lo que hemos causado? ¿Porque esta es la conclusión lógica de lo que la Revolución Industrial puso en marcha?”, le dije a mi pareja, un hombre que trabajaba en preparación para desastres corporativos.

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“Wow”, me respondió. Él me dijo que él agradecía estar viviendo en un momento en que podíamos ver animales hermosos, plantas y una inmensidad de tierras silvestres que podrían no existir mucho tiempo más. Se me hizo un nudo en la garganta. No había pensado en ello. Algo cambió.

Más tarde, sentí una palpitación visceral de gratitud por lo que aún existe, por lo que se tiene que luchar, mientras aún se puede contemplar.

Cara Buckley es reportera cultural que cubre igualdad en Hollywood y fue parte de un equipo que ganó el Premio Pulitzer en el 2018 por sus reportajes sobre el acoso sexual en el trabajo.

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