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Economía / Estados Unidos / Sociedad

La culpa de este caos es de los economistas

Actualizado 2019/09/09 14:15:30
  • Binyamin Appelbaum

En las cuatro décadas entre 1969 y el 2008, los economistas jugaron un papel principal en recortar los impuestos para los ricos y en frenar la inversión pública.

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(Matt Chase)

(Matt Chase)

A principios de los años 50, un joven economista de nombre Paul Volcker trabajaba como calculadora humana en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Hacía cuentas para la gente que tomaba las decisiones, y le dijo a su esposa que veía pocas posibilidades de alguna vez ascender. El liderazgo del Banco Central incluía a banqueros, abogados y a un criador de cerdos de Iowa, pero a ningún economista. El presidente de la Fed, un excorredor de bolsa llamado William McChesney Martin, dijo en una ocasión a un visitante que tenía a un pequeño staff de economistas en el sótano de las oficinas generales de la Fed en Washington. Estaban en el edificio, explicó, porque hacían buenas preguntas. Estaban en el sótano porque “no conocen sus propias limitaciones”.

El desagrado de Martin hacia los economistas era ampliamente compartido entre la élite de mediados de siglo. El Presidente Franklin Delano Roosevelt desestimó a John Maynard Keynes, el economista más importante de su generación, como un “matemático” impráctico. El Presidente Dwight D. Eisenhower instó a los estadounidenses a mantener a los tecnócratas fuera del poder. El Congreso en raras ocasiones consultaba a economistas; la dirección y el personal de las agencias reguladoras eran abogados; los tribunales ignoraban la evidencia económica al tacharla de irrelevante.

Sin embargo, se acercaba una revolución. Al tiempo que los 25 años de crecimiento que le siguieron a la Segunda Guerra Mundial llegaban a su fin, los economistas entraron a los corredores del poder, indicando a los creadores de políticas que el crecimiento podría ser revivido minimizando el papel del Gobierno en la administración de la economía. También advirtieron que una sociedad que buscara limitar la desigualdad pagaría un precio en la forma de menos crecimiento.

En las cuatro décadas entre 1969 y el 2008, los economistas jugaron un papel principal en recortar los impuestos para los ricos y en frenar la inversión pública. Supervisaron la desregulación, idolatraron a las grandes empresas y defendieron la concentración del poder corporativo, aun cuando satanizaban a los sindicatos laborales y se oponían a las protecciones de los trabajadores como las leyes del salario mínimo.

La revolución llegó demasiado lejos. El crecimiento disminuyó y la desigualdad se disparó. Quizá la medida más severa del fracaso de las políticas económicas de EU es que la expectativa de vida del estadounidense promedio está a la baja, al tiempo que las desigualdades de riqueza se han vuelto desigualdades de salud. La expectativa de vida aumentó para el 20 por ciento más rico de los estadounidenses entre 1980 y el 2010. Durante las mismas tres décadas la expectativa de vida disminuyó para el 20 por ciento más pobre de los estadounidenses.

El número de economistas empleados por el Gobierno creció de aproximadamente 2 mil a mediados de los 50 a más de 6 mil para finales de los 70. Al principio fueron contratados para racionalizar la administración de políticas, pero pronto empezaron también a dar forma a los objetivos de política.

La figura más importante fue Milton Friedman, un libertario cuyos escritos y exhortaciones se apoderaron de la imaginación de los creadores de políticas. Friedman ofreció una respuesta atractivamente sencilla para los problemas de la Nación: el Gobierno debería no interponerse en el camino.

Ganó su primera gran victoria al ayudar a persuadir al Presidente Richard M. Nixon de poner fin a la conscripción militar en 1973. Friedman y otros economistas mostraron que un Ejército conformado únicamente de voluntarios, reclutados al ofrecer salarios a tasas del mercado, era financieramente viable así como políticamente preferible. La Administración Nixon también acogió la propuesta de Friedman de permitir que los mercados determinaran los tipos de cambio entre el dólar y las divisas extranjeras.

Pero el giro hacia los mercados fue un asunto bipartidista. La reducción del impuesto federal sobre la renta comenzó en el mandato del Presidente John F. Kennedy. El Presidente Jimmy Carter inició una era de desregulación en 1977 al nombrar a un economista, Alfred Kahn, para desmantelar la burocracia que supervisaba a la aviación comercial. El Presidente Bill Clinton frenó el gasto federal en los 90, declarando que “la era del gran Gobierno ha terminado”.

Economistas liberales y conservadores compartían la confianza en que los mercados tienden hacia el equilibrio. Coincidían en que el objetivo primario de la política económica era incrementar el valor en dólares de la producción de la Nación. Y tenían poca paciencia para los esfuerzos por limitar la desigualdad. Charles L. Schultze, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Carter, dijo a principios de los 80 que los economistas deberían pelear por políticas eficaces “aun cuando el resultado sean significativas pérdidas de ingresos para grupos particulares —lo cual casi siempre es así”. “De las tendencias que son perjudiciales para la sana economía, la más seductora, y en mi opinión la más venenosa, es enfocarse en cuestiones de distribución”.

Los reportes del ascenso de la desigualdad a menudo adquieren una visión fatalista. El problema es descrito como una consecuencia natural del capitalismo, o es atribuido a fuerzas, como la globalización o el cambio tecnológico. Pero gran parte de la culpa radica en nosotros mismos, en nuestra decisión colectiva de acoger políticas que daban prioridad a la eficiencia y alentaban la concentración de riqueza, y descuidar políticas que igualaban las oportunidades y distribuían recompensas. El ascenso de la economía es una razón principal del ascenso de la desigualdad.

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Es tiempo de descartar el juicio de los economistas de que la sociedad debería hacerse de la vista gorda ante la desigualdad. Reducir la desigualdad debería ser un objetivo principal de política pública. La medida de una sociedad es la calidad de vida en toda la pirámide, no sólo en la parte superior, y cada vez más investigaciones muestran que los que nacen en el fondo hoy tienen menos oportunidad que las generaciones anteriores de lograr la prosperidad o contribuir al bienestar general de la sociedad.

Cuando la riqueza está concentrada en manos de pocos, muestran los estudios, el consumo total disminuye y la inversión se rezaga.

Binyamin Appelbaum es autor del próximo libro “The Economists’ Hour: False Prophets, Free Markets and the Fracture of Society”, del que está adaptado este ensayo.

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