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Comiendo tristezas: de uyamas y café
Silvio Guerra Morales - Publicado:
Hay un poblado que, para los años sesenta, se llamaba Manaca Civil.No se si aún conserva su nombre.En carro, quedará a unos diez minutos de Puerto Armuelles.En esa época, caminando, penetrando la espesa selva –hoy casi inexistente- se llegaba a las costas y la comunidad vivía de la pesca, la caza de tortugas, la siembra de arroz, etc.Eran tierras muy fértiles aquellas.Cuanto se sembraba germinaba y crecía con asombrosa rapidez.Los frutos eran impresionantes: vívidos colores y grandes.Parecía ser la Tierra Prometida.Mi padre sembraba la uyama –zapallo-.Eran tan especiales esas uyamas.Comerlas era como degustar un buen pixbae –pifá- y se hicieron, en nuestro caso, parte del alimento cotidiano.Mi madre hacía ensalada de uyama cocida con huevos picados o el rico arroz de uyama.Un día sucedió algo.Fue tanta la cosecha de uyamas que mi viejo, junto a los hermanos mayores, llenaron un largo e imponente bote y en él partieron hacia Puerto Armuelles con el propósito de venderlas.Según cuenta mi progenitor, hubo abundancia de uyama tan así que se encontraba por todos lados.Nadie vendía ni compraba uyamas en el Puerto.Papá se tragó las lágrimas y ahogado en ese tipo de llanto que nadie ve pero que te retuerce el mismo estómago, de regreso a la montaña, fue lanzando las uyamas en el mar.El mar comió esa tarde al mejor estilo vegetariano, entre tanto nosotros cenamos tristezas y con ella ausencia de azúcar, café, carne de res y que mi madre se viera privada de poder lucir un lindo vestido con el tradicional “corte de tela” con que una vez al año, en la campiña, los maridos deleitaban a sus mujeres.Mi padre, hoy, cerca de los noventa, rememorando la historia, saca su pequeña toallita y seca sus lágrimas.Nosotros, con firme voz, lo censuramos diciéndole: “! Déjese de eso, todo quedó atrás ¡”; sin embargo, sin que nos vea, también buscamos una esquina para llorar.No se puede olvidar lo que en la vida te marca.Discúlpenme tan personal anécdota, pero tiene su propósito.Cuando escuché que el Ministro de Desarrollo Agropecuario había renunciado, no se por qué, pero vino a mi mente esta remembranza.Luego de meditar, creo encontrar la razón.¿Pensará alguien en el hombre que trabaja la tierra? No considero solamente al productor.No, no es así.Pienso en el labriego que madruga, que se adelanta a la salida del sol corriendo presuroso a su siembra o a su cuidado para recibir, luego, una paga miserable; en los núbiles recolectores de café cuyas manos se alargan para tomar del arbusto el exquisito fruto; en los miles de indígenas que trabajan en las haciendas, en las fincas de los potentados para recibir centavos por laborioso sudor; en el que siembra para vender su cosecha y que, luego, los intermediadores, le ofrezcan “guayabas”.Y pensar que los consumidores pagamos precios astronómicos.Prima un estado de perversa especulación.Pensemos en una auténtica justicia social, reivindicativa, para nuestros jornaleros, para esos hombres que con sudor y tesón, a diario, se matrimonian con la tierra.