Panamá
Las fronteras del hombre
La primera frontera del hombre fue el camino de la manada que seguía en la naturaleza y de la que dependía todo su sustento.
- Arnulfo Arias O.
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- - Actualizado: 21/3/2023 - 12:00 am
Rómulo Gallegos nos cuenta en su obra magistral, Doña Bárbara, sobre esos peones de los llanos del Apure en Venezuela que, nacidos en haciendas casi sin confines, nunca habían abandonado los linderos de las fincas donde habían nacido. La primera frontera del hombre fue el camino de la manada que seguía en la naturaleza y de la que dependía todo su sustento.
Eran amplias fronteras, pero caminadas y ya abiertas por la misma presa que cazaban. No se aventuraba el hombre más allá de esos confines de su subsistencia. Luego, con el devenir del tiempo, llegó la era del cultivo, en el que la tierra, buena o mala, el clima y estaciones, se convertían en su mundo, y se encerraba en él, como atado por la digestión y por sus pausas, sin aventurarse más allá del hambre y apetito, que dictaban el alcance de sus horizontes limitados.
La curiosidad no mata al gato, sino que le descubre lo que antes solo sospechaba; y, en ese sentido, tenemos mucho de felino. Esa curiosidad congénita ha sido parte del progreso evolutivo de la especie. El día que cese, se habrá estrangulado para siempre el espíritu que nos despierta hacia la exploración. Las fronteras solo están trazadas por la mente. Lo vemos con las migraciones de los animales, que no saben de los pasaportes ni de visas; que no entienden de costumbres y de razas.
Tienen un conocimiento innato de destinos. Nosotros, sin embargo, debemos buscarlo por nuestra propia cuenta. Al no haber nacido con instintos que nos marquen ya los rumbos que debemos emprender, solo queda en nuestra voluntad permanecer dentro del polo de la inercia o del polo de la acción. Afortunadamente, siempre estamos alternando entre uno y otro, por lo menos como especie. Si no fuera por el entusiasmo colectivo, no sé qué habría sido de nosotros.
Lo digo porque el individuo tiende a refugiarse, a opacarse en los confines de sí mismo; pero afortunadamente convivimos con aquellos que parece que portaran una antorcha ardiente dentro de las cuevas en las que tendemos a encerrarnos.
Si las fronteras son sólo imaginarias y producto de la socialización del hombre, a veces hay que superarlas. En nuestro país tenemos lo que pareciera ser el síndrome de nuestro Canal. Como una obra lapidaria, parece que será lo único más grande que podremos crear en nuestra historia. Nos hemos puesto rumbo fijo y decidimos no pasarlo nunca. Para Julio Cesar, y para los romanos, el río Rin se convirtió en el cese de su avance, en la frontera que no podían traspasar en su conquista.
Las aguas de ese río lavaron la conciencia de la población romana y se puso esa frontera mentalmente, sin querer pasarla. Aceptó sus límites; pero no había tales límites. Era el pensamiento colectivo el que se daba por vencido. Eso es peligroso para una nación. Si consideramos que el Canal es nuestro río Rin, hasta allí habremos llegado en cuanto a obras del progreso sin fronteras. Algún día lejano en nuestra historia como humanos, tal vez serán desenterradas esas ruinas que ahora cruzan esos grandes barcos, y tal vez dirán "ese fue su monumento; no hubo más". No podemos restringir nuestras fronteras de progreso a lo que fue, ni
descansar amenamente congregados solo en torno a la fogata que otros encendieron. Eso nos dejaría plantados como un árbol donde estamos y sin un rumbo fijo a dónde ir. No somos solo el Canal; pero todo lo que podemos ser se queda dormido en el vientre de ese sueño y de esa obra.
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