Modas políticas
La política es moldeable, flexible, manejable. Esa propiedad permite llegar a santos y no tan santos tomar el mando. Le obsequia a aquellos con la voluntad suficiente el poder de tener el poder.
Modas políticas
Tenemos una peculiaridad en los países democráticos. Una singularidad. Una característica que en muchos casos, y más en Iberoamérica, nos retrae a nuestros instintos más profundos. Involucionamos a la vetusta lucha de clanes, de los míos contra los otros. Nos olvidamos de los valores, la moral y la ética; nuestro único objetivo es ganar, o por lo menos no ser devorados por el grupo contrario. Esta rareza, temida y amada, se contrae y expande de manera cíclica, pero nunca deja de estar ahí. Es la particularidad de la política, el poder de elegir al poder. La necesidad, o por lo menos la capacidad, de participar en la sociedad. La política nos transporta a Pangea y a Atenas. Nos pegamos, cual cavernícolas, para descubrir quién es más civilizado. La política es una herramienta y es el problema. Pero es lo único que tenemos. Y por eso cuando la libertad gotea, la política se pierde.
La política es moldeable, flexible, manejable. Esa propiedad permite llegar a santos y no tan santos tomar el mando. Le obsequia a aquellos con la voluntad suficiente el poder de tener el poder. Y manda a una esquina la concordia de la unidad humana. Porque, así como lo pone el profesor Félix Ovejero en su libro "La deriva reaccionaria de la izquierda", cuándo no hay límites la política se muda en pura expresión de deseos. Y los límites se perdieron hace años, en la bruma de la incertidumbre, del miedo y de la autoridad.
La época de los buenos emperadores ha pasado, o no ha llegado. Estamos en la transición eterna del bien y el mal, de los competentes y los incompetentes, dependiendo de los ojos que lo vean. Es, de esta manera, la forma en la que se llegan y se van modas; se crean leyes y se retiran jurisprudencias. Ese balanceo entre los unos y los otros. Entre los hunos y nosotros. Esa carrera de los políticos para tratar de alcanzar los nuevos ideales sociales ejemplifica lo que había dicho G. K. Chesterton: "Cuanto se hace con prisa queda enseguida pasado de moda; por eso nuestra civilización industrial moderna ofrece tan curiosas analogías con la barbarie".
Y fue esa orgía de modas lo que ha convertido en un batiburrillo el frágil termómetro de lo que está y no está bien. Hemos perdido la moral. Se nos ha escapado la ética. Regurgitan sobre nosotros sus dogmas y agradecemos el bautizo emetofílico. Ya la libertad no vale nada, no se puede burocratizar aquello que es libre. La jaula se estrecha. Se engrosan los barrotes. Y nosotros, adentro, lamentamos no poder ser partícipes de la verbena.
Hay una especie de plantas, de la familia cucurbitáceas, llamada pepinillo del diablo que con el más mínimo roce a una de sus vainas, estas explotan y envían las semillas a los alrededores. La libertad es parecida, un roce en el lugar correcto puede hacer que décadas de trabajo liberticida reviente y envíe las semillas de libertad a kilómetros a la distancia.
Canadá, el gigante blanco del Norte, fue ejemplo de "progresismo" y de "avance social". Recortando, afanando, independencia y autonomía de los canadienses, en pos de la desmarginalización y de la inclusión, pero todo tiene un límite y ese límite se sobrepasó hace mucho ya. Lo que está sucediendo en las autopistas cubiertas de nieve es solo, por ahora, el inicio de la llegada del respeto al albedrío social. Y la respuesta de aquellos que estaban ahí para trabajar es la más clara representación de lo asustadizas que son las ratas en los momentos de peligro. Escondiéndose, insultando y etiquetando para no enfrentar al fantasma de las consecuencias.