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Las necesidades extremas de la población

Por regla general, en cualquier lugar del campo se revisa el calzado antes de ponerlo. La ponzoña del alacrán es altamente dolorosa.

Arnulfo Arias Olivares | opinion@epasa.com | - Actualizado:

Las necesidades extremas de la población

Por regla general, en cualquier lugar del campo se revisa el calzado antes de ponerlo. La ponzoña del alacrán es altamente dolorosa. Cada cual reacciona de manera distinta; para mí fue la picada como si hubiera recibido un martillazo muy certero sobre el brazo, y me pasó precisamente por andar de incauto, metiendo mano en esa bota sin haberla sacudido antes. Sin embargo, hay lugares de nuestra campiña en los que no es siquiera necesario revisar el calzado antes de ponerlo, porque no lo tienen.

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Así de inmersos en carencia están algunos. Lo he visto con mis propios ojos. En el poblado de Santa María, en el Corregimiento de Riecito, en Penonomé, he visto mujeres sentadas en un horcón dándoles pecho a hijos, ataviadas pobremente y…sin calzado alguno. Parece mentira que en nuestro suelo próspero existan todavía esos cuadros de necesidad dantesca, casi inconcebible. Allí también vi niños con hambre; apetito real por falta de la ingesta de alimentos.

Nuestro equipo de voluntariados sintió tanto el peso de esa realidad que no quiso ofenderlos almorzando frente a ellos, porque las miradas fijas en los platos de comida se hacían evidentes; a pesar de lo que espera uno es que se alegren con algún juguete, en vez de verse entretenidos con los alimentos. En algunos casos, comer es todo lo que está en la mente de algún ser humano, y esa necesidad primaria desplaza cualquier otra que se podría tener.

Por eso, sonrío amargamente cuando veo a miembros encumbrados de la sociedad civil, exigiéndole a los pobres y necesitados que no acepten una bolsa de arroz.

Para hacer esa exigencia, y vivirla en carne propia, se debe sufrir de esa necesidad primero, y ser una madre o padre que contemple desde el fondo de una cueva de impotencia el hambre punzante de sus hijos. Solo luego de eso se podría formar una opinión de lo que viven hoy muchos de los descalzados, que también son panameños, que también son parte de nuestra nación, que no han dejado todavía de ser especie en extinción, a pesar de los progresos nacionales que deberían compartir.

Al estar en nuestro recorrido por esas áreas apartadas de nuestra nación, me doy cuenta que nadie, absolutamente, los ha tenido en cuenta. Muchas poblaciones viven en una especie de abandono secuencial, porque las autoridades deciden, cada cinco años, visitarlas, para llenar esos espacios fríos formularios que alimentan el estómago galvanizado de estadísticas impersonales, descarnadas y numéricas, que no son portadoras del mensaje de la realidad en que esas comunidades sobreviven hoy.

Usamos el verbo "sobrevivir", porque eso es lo que hacen varios de los moradores de esas entrañas alejadas de la patria. Se adentran por las trochas, pasan por los filos peligrosos de los precipicios, bajan hasta las quebradas o los ríos, y luego vuelven a subir hasta sus chozas. Son moradas muy humildes. Nunca falta un loro, nunca falta el perro flaco y desgarbado, compañero elocuente de las necesidades que se sufren. Las hamacas de red se guindan aquí y allá bajo la sombra de algún palo.

Hay cubos apilados por aquí y por allá, para recoger el agua escasa de las tuberías rurales. Se ven sacos de achiote, de café sin despulpar, alguno que otro totumo secándose bajo el calor de soles torrenciales. Hay un silencio comprensible en esas casas en las que se visten los harapos de pobreza extrema.

No se trata ni siquiera de una ausencia de amabilidad, sino más bien de una melancolía pesada, que no deja sonreír y que llena la mirada de una nube de tristeza crónica. ¿Cómo podría uno exigir a un padre que despliegue la emoción de algún futuro incierto?

Tienen la certeza, sí, de que el mañana les traerá trabajo; tiene la certeza de que su hijo o hija ha sido desprovisto a muy temprana edad de sueños de prosperidad y de la alegría infantil; pesa sobre el padre la condena de necesidad y de hambre, y mira la vida como si asomara la mirada desde la ventana estrecha de una celda en la que la luz no entra, sino que debe uno buscarla, con esfuerzo.

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