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Los faraones de siempre
Son los faraones de siempre, erguidos en su propia inconsistencia, al erigirse en dioses cuyo pedernal de barro dorado se desmorona en cualquier momento, porque su esencia es la nada sin Dios...
- Rómulo Emiliani
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- - Publicado: 07/12/2019 - 12:00 am
Los que han ejercido el poder desde tiempos inmemoriales, cuando caen en la tentación de creerse los únicos, avivan el pecado de soberbia y posturas dictatoriales y se mantienen arriba sobornando políticos, militares y juristas, líderes religiosos y sindicales, o encarcelando, desterrando y haciendo añicos a los que se atreven a interponerse en sus caminos.
Los hay en todas las épocas y en todos los continentes; Calígula, Nerón, Atila, Stalin, Hitler, Idi Amín y otros que se han creído dioses y han sido servidos por aduladores mentirosos, por torturadores sanguinarios, y por manipuladores de las mentes.
Se han creído superiores, por los dioses elegidos, imprescindibles y han usado las tretas más malignas para mantenerse victoriosos.
Los hay grandes dirigiendo imperios; los hay pequeños gobernando pueblos, pero todos son iguales de soberbios, con su cresta bien erguida pensando que su reino no acabará, que su fuerza no será vencida, y que el sometimiento de sus vasallos será, por supuesto, eterno.
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Pero el sufrimiento de su gente y el intelecto bien despierto de algunos, hará como siempre, que se levanten un día muchos indignados y que tumben al tirano con una furia enardecida.
O cuando menos lo piensan, les sorprende la muerte a los que se creían inmortales, y empiezan a caer sus monumentos y a rodar por tierra sus efigies, y un nuevo orden se establece y solo quedan sus sarcófagos y los obligados momentos en que se reúnen para conmemorar al desaparecido.
Rey muerto, rey puesto, y la historia se repite, otro elegido aparece por la fuerza de las armas o el poder de los políticos, y aquel que era un dios de barro para siempre se ha ido.
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Qué triste suerte tienen los tiranos, sus castillos son de arena y cuando vienen las olas traicioneras de sus propios aduladores o levantamientos de pueblos hartos de sus depredadores, se derrumban sus imperios de simple condición terrena, disolviéndose su supuesta aureola en pura leyenda.
Abran, pues, sus tumbas después de un tiempo transcurrido, y coronas, medallas, joyas y demás prendas, quedan entre huesos de una calavera con ojos y nariz hechos un hueco, y la boca una sonrisa burlona recordando un imperio perdido de Césares, presidentes y generales, con sus cuerpos comidos por gusanos y toda la gloria esfumada en un triste y espantoso cuento.
Son los faraones de siempre, erguidos en su propia inconsistencia, al erigirse en dioses cuyo pedernal de barro dorado se desmorona en cualquier momento, porque su esencia es la nada sin Dios, y al venir la imperiosa prueba de enfrentarse al irreversible tiempo que no espera o al desgaste de otrora corpulencia, caen precipitadamente en su propia terrenal miseria.
Monseñor
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