Sobre el canal negro
Más cariño le expresaron los americanos a sus grandes maquinarias para excavación, bautizadas con hermosos nombres de mujeres; y más reconocimiento tuvo, en la labor, el duro y negro acero de locomotoras que el hombre negro y trabajador, que voló en cientos de pedazos muchas veces...
Los inmensos contingentes de hombres negros, provenientes de Las Antillas y Barbados, nunca recibieron reconocimiento, fueron, sombras que se confundieron con las partes más oscuras de los cortes de un Canal. Foto: Cortesía ACP.
La gloria de la construcción del monumental paso por el Istmo fue galardonada generosamente por la historia en sus ideólogos, como Lesseps y Roosevelt, en sus gestores y voceros, como Bunau-Varilla y Amador, en sus científicos tan consagrados como Gorgas, sus diseñadores, como Stevens y Goethals, pero nunca compartieron esos grandes logros con los inmensos contingentes de hombres negros, provenientes de Las Antillas y Barbados, especialmente, que llegaron en cantidades enormes que superaban las 20 mil personas, que nunca recibieron reconocimiento alguno, que fueron, si se quiere, sombras que se confundieron con las partes más oscuras de los cortes de un Canal que, con su esfuerzo y mano de obra, jamás se hubiera podido culminar.
Más cariño le expresaron los americanos a sus grandes maquinarias para excavación, bautizadas con hermosos nombres de mujeres; más relevancia y más reconocimiento tuvo, en la labor, el duro y negro acero de locomotoras que el hombre negro y trabajador, que laboraba de sol a sol, que voló en cientos de pedazos muchas veces, con su cuerpo destrozado por la dinamita, en medio de un entierro anónimo que ni develan monumentos ni se reconoce tan siquiera hoy por las cruces más humildes, en esa ruta que es también una enorme fosa común, cubierta por el agua.
El obrero negro anónimo, que se refleja en el anonimato de esos miles; el hombre trabajador que solo ambicionaba comer para vivir y vivir para comer; sin más expansión de su conciencia que esos sueños aletargados que las noches de cansancio podían darle de regalo.
El obrero sufrido, esclavizado casi, que tenía predilección por campamentos atrincherados por la selva espesa, sin ninguna malla que lo protegiera contra el mortal mosquito transmisor de enfermedades, sin agua potable, ni sanidad alguna.
Un verdadero guerrero por convicción propia, porque si le ofrecieron “mejores condiciones de vida”, las prefería rechazar, haciendo así tal vez más llevadera la faena que lo privaba de su vitalidad natural y de sus ambiciones como hombre y como ser individual.
Denigrado de manera consecutiva, con un espíritu derrotado por el peso del maltrato, no se sentía siquiera ya merecedor de unas mejores condiciones en su vida. Menos que el hombre, menos que las terribles y tronadoras maquinarias, pasó el obrero negro a ser el clavo del ferrocarril, el pico y pala de la excavación, la carne que se hacía pedazos en medio de explosiones tronadoras, el cuerpo mutilado bajo el peso frío de alguna pala hidráulica o simplemente parte ya irreconocible de toneladas de escombros sepultados por derrumbes en Culebra.
Más le preocupó, tal vez, a Stevens, o más le preocupaba a Goethals, las razones del deslizamiento que la enorme cantidad de obreros sepultados de manera anónima, bajo esos escombros naturales de 10,000,000 cúbicos de tierra, que habían sido desgarrados de ese seno mismo en la montaña, por el tambor batiente de la pala aterradora y los estruendos destructores de la dinamita.
Abogado.