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La desigualdad persiste en Cuba

Muchos cubanos, endurecidos por décadas de privaciones, han hallado formas de adaptarse a las adversidades, pero han perdido la voluntad de exigir un cambio.

Anthony Depalma - Publicado:

Una clave para entender la política de Cuba y a su pueblo es entender las promesas incumplidas de una vida mejor. Foto / Yamil Lage/Agence France-Presse ­— Getty Images.

Guanabacoa, Cuba — No había nada que Caridad Limonta no haría por su querida madre, aún si eso significara satisfacer su extraño deseo de ser sepultada con dos pares de calcetas. El cáncer se llevó a su madre, Zenaida, en el 2002, mientras vivían juntas en este antiguo pueblo del otro lado del puerto de La Vieja Habana.

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Siguiendo la costumbre de muchas familias, Limonta lavó el cuerpo y le roció talco y perfume. La vistió y la cubrió con una sábana blanca. Luego Limonta le puso dos pares de calcetas a los pies de su madre y dos pares más a sus manos.

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Unos años después, cuando los restos de su madre fueron exhumados y sus huesos enterrados en una pequeña cripta para que la tumba pudiera ser reutilizada, Limonta vio el sentido en sus precauciones. Los diminutos huesos de sus manos y pies estaban contenidos ordenadamente dentro de las calcetas.

Hasta que murió su madre, Limonta había logrado evitar esta desagradable realidad cubana. Pero la enfermedad y la muerte de su madre también la obligaron a confrontar una inquietante verdad que transformó profundamente su relación con la Revolución cubana y la llevó a un entendimiento más profundo de qué realmente significa ser cubano.

Es un entendimiento del que los estadounidenses se podrían beneficiar de reconocer este año electoral, cuando las relaciones con Cuba, y los votos de los cubanoestadounidenses, están sobre la mesa. Como Limonta llegó a comprender, ser cubana significa primero ser leal a sus compatriotas cubanos y a las necesidades de la sociedad isleña que comparten, independientemente de quién esté en el poder.

No obstante, le había tomado a Limonta décadas para siquiera aproximarse a ese entendimiento. La primera noción llegó cuando su madre, una enfermera retirada, había recibido mucha atención de algunos de los mejores médicos de Cuba dentro de los mejores hospitales de La Habana.

Limonta necesitaba saber: ¿acaso se había beneficiado de la aclamada maestría médica de Cuba porque todo cubano lo hace? ¿O acaso había sido mimada su madre porque la propia Limonta era una militante de alto rango del Partido Comunista y Viceministra de la industria ligera?

Hasta entonces, la fe de Limonta en la Revolución había sido absoluta. Nacida sólo tres semanas luego de que Fidel Castro inició su levantamiento en 1956, había acogido por completo la promesa de Castro de acabar con la desigualdad y crear una Cuba nueva.

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Creciendo en el diminuto pueblo azucarero de Tacajó, había creído que, independientemente de su género o de la pobreza entre la que había nacido o de su tez morena oscura, ella era igual que cualquier otro cubano.

Cuando abordó un barco transatlántico en 1976, contempló a los miles de otros alumnos cubanos que iban con ella para cursar estudios en universidades soviéticas y sintió que se había alcanzado la igualdad.

“El barco estaba repleto de jóvenes”, recuerda. “Chinos, blancos, mulatos, negros, todos iguales, con prácticamente la misma ropa y las mismas maletas”.

Al volver a La Habana en 1981, aplicó su licenciatura en Economía a puestos en la industria textil de Cuba, pasando por alto los defectos de la Revolución que ella, a diferencia de muchos otros cubanos, había acogido.

Ascendió a viceministra y ocupó puestos influyentes al interior del partido. Pero no podía entender por qué decenas de miles de cubanos habían arriesgado la vida tratando de llevar a Florida en balsas endebles.

A medida que envejecía la Revolución, las contradicciones se volvieron más difíciles de ignorar. A medida que su empleo la llevaba por todo el país, veía que los hospitales a los que acudía la mayoría de los cubanos eran deficientes. Otros cubanos esperaban meses, a veces años, por una silla de ruedas. Se descomponía equipo vital, se agotaban las medicinas y doctores y enfermeras esperaban recibir sobornos.

Tenía apenas 48 años cuando fue llevada de urgencia al hospital mediocre al que, como residente de Guanabacoa, estaba asignada. Pero una vez que los médicos descubrieron quién era, la transfirieron al principal centro de cardiología de Cuba.

Recibió el marcapasos que necesitaba, pero eso sólo profundizó sus dudas. Finalmente se forzó a sí misma a ver la verdad. Ella y su madre habían sido mimadas en su momento de necesidad no porque fueran iguales a otros cubanos, sino porque eran más importantes.

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La operación le causó una infección casi mortal. La cirugía de urgencia a corazón abierto la dejó marcada e insegura respecto a su vida. Decidió renunciar a su empleo y a su militancia al partido, devolver el auto que recibió del Estado e incluso abandonar la santería que había practicado como religión.

Al igual que muchos otros cuyo apoyo a la Revolución perdió fuerza, Limonta tenía pocas opciones. Podía voluntariamente disidir y ser blanco posible de persecución. Podía subir a una balsa y esperar que el viento la llevara a Florida. O podía guardarse sus opiniones y enfocarse en sobrevivir.

Aún con el arroz y frijoles subsidiados que todo cubano recibe, su pensión de 12 dólares mensuales sólo le garantizaba miseria. Necesitaba rehacer su vida y halló inspiración en una vieja máquina de coser que su madre le había regalado.

Usando sábanas de hotel desechadas, confeccionó juegos de ropa de cuna para recién nacidos que vendía secretamente por unos cuantos dólares. En el 2011, cuando Raúl Castro permitió cautelosamente que los cubanos iniciaran sus propios pequeños negocios, Limonta se convirtió en una de las primeras capitalistas legales de Cuba.

Con el tiempo, creó su propia compañía, rentó espacio para un taller, contrató costureras y empezó a producir ropa de su propio diseño.

Cuando el entonces presidente Barack Obama visitó La Habana en el 2016 para ver con sus propios ojos cómo Cuba respondía a la apertura que él había puesto en marcha, Limonta figuró entre los emprendedores cubanos que se reunieron con él.

Pero no duraron los buenos tiempos. La Administración Trump deshizo gran parte de la apertura de Obama, prometiendo un fin rápido al régimen de Castro. Mientras que los turistas estadounidenses se mantenían alejados, Cuba hizo que la vida fuera más difícil para capitalistas en ciernes como Limonta y su hijo Óscar, quien tenía su propio negocio.

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Pese a las crecientes adversidades, esperaba que la llegada en el 2018 de un presidente que no se apellidara Castro, y de una nueva Constitución un año después, persuadieran a su hijo a quedarse.

No fue así. A fines del 2018, se unió a la oleada de jóvenes que huyeron de Cuba.

El corazón de Limonta la mantiene en Cuba, donde recibe atención médica gratuita, aunque ahora lleva regalos para ver a un médico, igual que lo hacen otros cubanos. Al fin se siente igual que todos los demás que están hartos de las eternas garantías de que el futuro será mejor.

Endurecidos por décadas de privaciones, han hallado formas de adaptarse a las adversidades, pero han perdido la voluntad de exigir un cambio.

Y eso es algo que tanto Washington como La Habana necesitan entender. Cuando Joe Biden promete continuar donde se quedó la Administración Obama en el tema de Cuba, debe dejar claro a los partidarios de línea dura de Florida que las posturas agresivas de Trump perjudican a gente ordinaria como Limonta, pero no a hombres importantes como los Castro y el nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel.

Limonta ahora acepta algo que nunca imaginó: para ella, “la Revolución está perdida”. Pero ama a su patria lastimada y a su gente mucho más que a cualquier ideología.

Anthony DePalma es autor del libro próximo a publicarse “The Cubans: Ordinary Lives in Extraordinary Times”, del cual fue adaptado este artículo.

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