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'Esperar del cielo una lluvia de ruina y desgracia'

En julio de aquel año, la prueba Trinity había demostrado la eficiencia aterradora de la ciencia puesta al servicio del poder.

Gregorio Urriola Candanedo | opinion@epasa.com | - Actualizado:

'Esperar del cielo una lluvia de ruina y desgracia'

La cita que sirve de título a este artículo, es parte del texto con el que el Presidente de los Estados Unidos de América, Harry S. Truman, escribió en su ultimátum al imperio japones en agosto de 1945. El XXXIII Presidente de los EEUU sabía lo que advertía; los japoneses no.

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En julio de aquel año, la prueba Trinity había demostrado la eficiencia aterradora de la ciencia puesta al servicio del poder. Pero fue la mañana del 6 de agosto de 1945, a las fatídicas 8:14 a.m. de aquel día despejado de verano, cuando la aterradora advertencia cobró su espantosa realidad.

Más de 70 mil personas perecieron al estallar "Little Boy" a 500 metros de altitud sobre el centro de Hiroshima, elegida fría, deliberada y conscientemente como sitio para sacrificar niños, mujeres, hombres y, en aras de la rendición incondicional e inmediata del Japón. Se prefirió Hiroshima a la vetusta y artística Kioto, o al mismísimo Tokio, previamente bombardeada y devastada sin lograr la rendición de los modernos samuráis apegados a la doctrina del Bushido, o a algún centro de concentración de tropas. Truman y sus asesores querían que el daño humano causado al "bárbaro" pueblo japonés, los pusiera de rodillas.

Dos tercios de la población de Hiroshima perecieron entre aquel día y fines diciembre de 1945, Los sobrevivientes de las bombas, los hibakushas", serían los testigos vivientes de aquel genocidio. Cual nuevos leprosos, con sus carnes ardientes y desgarradas, sus cicatrices purulentas, sus rostros deformados, causarían espanto y miedo, de gente temerosa de contagiarse de lo que pronto aprenderían que era la radiación atómica.

Sin obtener pronta respuesta de un emperador ciego al dolor de su pueblo, marioneta en las manos de sus generales, los EEUU volverían a dejar caer sobre la gente de Japón otra lluvia de fuego. En este caso, la neblina salvó varias ciudades, y la desgracia estalló sobre Nagasaki, el 9 de agosto de aquel fatídico año. 40 mil almas volaron al cielo de la diosa Izanami, deidad de la creación y de la muerte. Sus cuerpos fundidos y calcinados por un calor de unos 7 mil grados centígrados -el acero se hace mantequilla a 1,500 grados- apenas serían cenizas.

La cifra de víctimas totales se calcula entre 110 mil y 210 mil personas que perecieron; y otras tanto desarrollaron leucemia o dieron a luz monstruos. Por fin, y para celebración del democrático gobierno de los EEUU el Imperio de Japón capituló. El emperador/dios Hiroito declaró: Hemos decidido allanar el camino para una gran paz para todas las generaciones venideras, soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible.

En la bahía de Tokio, y en acorazado USS Missouri, los delegados japones firmaron la terminación formal de la guerra el 6 de septiembre de 1945, esto es, un mes después del día en que la Humanidad perdió, por segunda vez su inocencia. Hiroito fue preservado para apaciguar y controlar la ira del orgulloso pueblo doblegado, tal y como estaba planeado. Había que sufrir lo insufrible. Realmente debió ser procesado por crímenes de guerra, por las víctimas de su régimen en Corea, China e Indochina. Pero McArthur y Truman pensaron diferente.

Como lo hizo el Pentágono con cientos de científicos nazis ayudantes de Josef Mengele y Heinrich Himmler.

Por estos días, los cines del mundo aclaman la cinta de Christopher Nolan, “Oppenheimer” que revela el ascenso y caída del Dios destructor de mundos. Y aunque nunca aceptó sin ambages su error y su culpa, padeció sin duda los tormentos que hasta el propio Albert Einstein confesó sufrir al desatar con su carta del 2 de agosto de 1939 al Presidente Roosevelt, el peligro de que los nazistuvieran primero la bomba, si bien jamás pensó que se la usaría más que como un “arma disuasoria”.

Ríos de tinta han corrido sobre la responsabilidad y corrección o no de la decisión de Truman y su gabinete “experto”. Los argumentos sobre el ahorro de vidas humanas de combatientes aliados, principalmente los propios norteamericanos, o incluso de japoneses; el costo de la prolongación de la guerra y la ferocidad de la resistencia encarnizada que el pueblo japonés opondría a la invasión de su territorio insular, como demostraban las cifras de caídos en Iwo jima y Okinawa y las batallas del Pacífico entre febrero y junio de 1945, o el bombardeo de Tokio en el mes de marzo.

Estos y otros alegatos similares no pueden acallar la voz de la recta conciencia, como puso bien de manifiesto la filósofa neo-aristotélica británica Elizabeth Anscombie en su famoso ensayo “Mr. Truman´s Degree”, mediante el cual se opuso a que su universidad, la de Oxford, concediera el Doctorado Honoris Causa al Presidente Truman en 1956. Alegaba: “Que los hombres decidan matar a los inocentes como medio para sus fines siempre es asesinato, y el asesinato es una de las peores acciones humanas. Entonces, la prohibición de matar deliberadamente a prisioneros de guerra o a la población civil no es como las reglas de Queensberry: su vigor no depende de que se la establezca en términos del derecho positivo que las partes intervinientes escriben, acuerdan y cumplen.

Cuando digo que elegir matar a los inocentes como medio para un fin es asesinato, digo lo que en general se aceptaría como correcto. (…)porque lo de Hiroshima y Nagasaki no nos pone ante un caso límite. Al bombardear estas ciudades, sin dudas se decidió matar a los inocentes como medio para un fin. A una enorme cantidad de ellos, de una sola vez, sin advertencia, sin los intersticiosde escape ni la posibilidad de ponerse a resguardo que existía incluso en los “bombardeos zonales” de las ciudades alemanas. “ (Anscombe, 1957, disponible en: https://traslapalabra.com/g-e-m-anscombe-el-titulo-del-senor-truman-1957/) Así pues, según el razonamiento de Gema Anscombie -alumna dilecta de Ludwig Wittgenstein en Cambrige-, hay acciones “intrínsecamente malas”, como el asesinato de un inocente, y más aún, el de decenas de miles de inocentes.

La consecución de un bien, cualquiera este fuera, no puede excusar la comisión de un mal grave. Aceptarlo solo refleja una filosofía moral degradada. ¿Realmente no tenían Truman y su gabinete experto otras alternativas? Y, todavía teniéndolas, ¿se excusaba el doble genocidio? Juzgue en recta conciencia quien lea estos párrafos, escritos como memorial de los caídos en Japón hace ya 78 años, lleno de terror y espanto ante nuestra barbarie como especie. Pero mi horror no es solo histórico. Estoy genuinamente preocupado por el derrotero actual de acontecimientos mundiales, de una Guerra Mundial híbrida en curso, que nos ha acercado a lo que, los herederos de Oppenheimer, llaman el “Reloj del Fin del Mundo”, según he escrito en artículos previos.

Nunca hemos estado más cerca del Armagedón. Cualquier error en las fronteras de Ucrania, los países Bálticos, Polonia, Moldavia, Rumania, el corredor de Suwalki, pueden desatar el Infierno nuclear, con bombas de un poder cien veces superior a las de Hiroshima y Nagasaki, en un escenario que los propios expertos modelizan como fin de la vida sobre la Tierra.

La expansión de la OTAN, el belicismo delirante de los halcones de Washington, el peligro existencial ruso y la línea dura del Kremlin, una crisis en Taiwán, puedan desatar fuerzas que terminen con “la Paciencia de Dios”. Ojalá todas las academias del mundo, todos los científicos y los hombres y mujeres de buena voluntad del mundo “no dejen en manos de los científicos y políticos” la decisión de parar las guerras y construir la paz. Hiroshima y Nagasaki pesan sobre nuestras conciencias. O deberá Dios gritarnos nuevamente: “Caín, Caín dónde está tu hermano?”

 

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