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La muerte y resurrección de Jano

Escogimos doce, un número redondo y precioso, para que fuera aquel que nos dictara el qué está pasando con el ecosistema que nos rodea.

Alonso Correa | opinion@epasa.com | - Actualizado:

La muerte y resurrección de Jano

Un año, taciturno y optimista, sigue siendo un año. Doce meses, alocados y tristes, siguen siendo doce meses. Trescientos sesenta y cinco días, mejores o peores, siguen siendo trescientos sesenta y cinco días. Un año no es más que la arbitraria imagen que le impuso el humano a la naturaleza. Dominando a todos los seres que, de una u otra forma, se enfrentan a los elementos de las temporadas, a la afilada espada de la ambición humana.

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El oso duerme para no sufrir el invierno, la abeja y la hormiga trabajan para sobrevivir al sádico frío del fin del año, las flores nacen con las primeras lluvias y nosotros, los humanos, amparados en nuestro espíritu, manejamos doce meses de muerte, doce meses de vida. Un año de agonías, penurias y miedos; tres centenares y medio de días repletos de risas, amoríos y caricias. Un año que estalla en los cielos del ahora.

Doce meses que nos demuestran el pasado menos putrefacto. Al humano, como codiciosa obra de su propioegoísmo, le gusta herirse con su propia espada. Sabotear los planes de su alma para darle rienda suelta al pesar. Saborear, lujurioso, las raíces de la mandrágora diurna y escupir sobre el suelo árido de la noche las estrellas de su propio corazón. Al humano, indeciso hasta en la muerte, le atrae el poder que le da la arbitrariedad que le pone al tiempo. El poder de jugar con la materia misma del universo. Porque de esa hazaña saca el coraje para enfrentar los tiempos que él mismo se ha inventado. Escogimos doce, un número redondo y precioso, para que fuera aquel que nos dictara el qué está pasando con el ecosistema que nos rodea. Doce meses en los que cobijamos un año.

Trescientos sesenta y cinco días que nos marcan el vaivén del imparable tiempo. Son las medallas de seguir vivo, las heridas de una vida que se escapa. Tres centenares de días con los que nos arreglamos y nos peleamos, son todo lo que encapsula una vida y nada de lo que la representa. Son la esencia de lo que sentimos, amamos, odiamos; son el esqueleto de nuestro viaje terrenal. Un día es vida y muerte en solo veinticuatro horas. Un día es más de lo que merecemos y menos de lo que necesitamos. Trescientos sesenta y cinco días son los que nos esperan en la puerta del mañana. Trescientos sesenta y cinco días de paz y alegría, de guerra y tristeza.

Quinientos veinticinco mil seiscientos minutos como granos de arena que se extienden por el horizonte. Miles de minutos que se desperdigan frente a nuestros rostros. Minutos que aún no nacen, pero cuyo peso ya se siente desde las fronteras del pasado. Manejando los cálculos de la vida con los tiempos anteriores. Minutos que pasaron y que están a punto de volver. Minutos para embotellar en ellos los recuerdos de nuestra vida, minutos que marcarán los momentos de una vida nunca vivida. Quinientos veinticinco mil seiscientos minutos porque el fin siempre tiene un inicio.

Treintaiun millones quinientos treinta y seis mil segundos, que decidimos, a veces, arruinar por nimiedades. Millones de segundos que, como única moneda universal, gastamos en caprichos y nunca ahorramos en satisfacciones. Segundos que se nos escapan de entre los dedos, segundos que martirizan y que dañan, segundos que gozan y brindan, segundos que nunca ponemos primero. Treintaiun millones de segundos con los que llorar de la risa. Treintaiun millones de intentos para arrinconar a la pesada malicia de la memoria. Treintaiun millones quinientos treinta y seis mil de segundos que, pase lo que pase, seguirán lloviendo.

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