Aprobé para ser ciudadano
Nunca había estado tan feliz. Ayer -Junio 1-, recibí una invitación a la ciudad de Jalbo. En la entrada veo el ejercito de monjes con sus relucientes túnicas, aglomerados en calmada conversación.
De cuando, un alumno saluda, y hace nuevos amigos. Yo llevo mi maletín en las manos, tímido, o lo que me parece, fingiendo timidez ¿Qué hace un tipo como yo en un lugar de esos? Envié un manuscrito solamente por enviarlo, de antemano sabía que ni siquiera lo iban a revisar. Pero me llego una tarjeta metálica dorada, con esta inscripción en letras rojas: Aprobado. Aprobado, repetí… Estoy aprobado…-¿Si… Mire al abad, le dije que había aprobado a Jalbo, y surtió gran efecto, atravesé las rejas hasta llegar a una sala diáfana.
Tenían pájaros enjaulados, coloridos, periquitos australianos. Agapornis. Canarios. Y una guacamaya vieja ensombrecida. En la sala había un joven más, soberbio, con altivez. Entre, y fingió indiferencia. Tras unos minutos me ofrece un chicle -Todo tuyo. Era un chicle mascado. Se inclino sobre la silla buscando chicles pegados, y los raspaba. -¿Seguro que no quieres? -Seguro. -¿Es que no sabes que los monjes si permiten comer mientras se espera. Llevaba un esmoquin rojo, extravagante, fiestero. Me asome para ver si venía alguien. Un jet había trazado una línea de humo en el cielo. Le quede viendo fijamente. Cielo despejado. Azul, sónico, postal.
-¡Sin nubes!- Exclame de extraña emoción. El joven que estaba en la sala se acerco.
-¿Cómo haces para estar tan alegre?- ¡Es que no tiene nubes!-¿Y a quien le importa… No se que sucedió. Como terminamos peleando, y con las maletas en el umbral, llorando y diciendo que estábamos jugando.
Afuera el joven me confeso que el solo venía para hacer que expulsasen a los primíparos, con risa delirante me mostro su tarjeta de identificación, adelantándose, se hecho hacía atrás, y hecho a correr mientras volteaba para verme, riéndose asfixiadamente, rayando la locura. Entonces se me cayo todo el animo: Vi mi cuerpo hueco, con una balanza que colgaba como corazón, y que se desmoronaba oxidándose con rapidez prodigiosa. Impotencia.
Impotencia. Impotencia. Impotencia. ¿Qué podía hacer? Regresar y hablar con el abad; Deambular probando suerte: Pero de ninguna manera iba rogarles. Me había llenado de ira sobre toda cosa, por la soberbia actitud del abad, con su nariz choncha y manos pequeñas. Me quede a esperar cualquier acontecimiento, cuando abriendo las rajas sale el abad y el mismo joven. Dijeron que el joven del esmoquin extravagante ponía a prueba a los jóvenes que se presentaban para el monasterio, que entrase, pero que tenía que corregir mi actitud.