Sobre las mentiras institucionalizadas
...no puede el funcionario público caer en groserías, o molestarse, o hacer despliegue público de la impaciencia. Esos actos, aunque son propios de la naturaleza humana, deben ser frenados por el servidor, que solo hace aquello que la ley dispone y nada más.
"La verdad te hará libre", reza el imperio de la Palabra, por lo menos para el mundo cristiano.
En cuanto a todos los demás, cobra vigencia por pura lógica y verdad indiscutible.
La verdad, la verdad indiscutible de nuestro sistema constitucionalista, es que el mismo simplemente no se cumple.
Podemos partir, para comprobarlo, del hecho de que el servidor público, en términos generales, no reconoce el principio básico legal sobre el cual debe gravitar absolutamente toda su conducta y actuación.
Me refiero, desde luego, al principio de legalidad, orientador de todo acto público de un funcionario.
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El servidor público solo debe estar guiado y responder únicamente en su criterio a la emoción y a la ley; todo tinte de emoción, pasión y susceptibilidad deberían estar completamente erradicados al momento en que toma decisiones.
Su faro es la Ley, su norte, la Constitución.
Solo debe hacer lo que la ley le dice; ni más ni menos.
Esa es la columna del principio de legalidad.
A todo el resto de los ciudadanos, en un grado supremo de libertad, no le alcanza la aplicación de ese principio; porque puede hacer, en cambio, todo y absolutamente todo lo que la ley no le prohíbe.
El funcionario público no puede navegar en las aguas apacibles de esa libertad ciudadana.
Si se aplicara este principio, de la manera más rigurosa, el reconocimiento del servicio público se ganaría la admiración de todos y las libertades ciudadanas serían la envidia inalcanzable de todo funcionario, que sin duda ansiaría volver a ellas.
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Además, los funcionarios de carrera, por ejemplo, solo podrían actuar de manera impersonal, con dentro de una brújula legal que enmarca su conducta; sin desplegar las libertades ciudadanas que, por lo menos en el ejercicio de sus cargos, no les corresponden.
De apegarse a ese principio, terminarían muy pronto las malas atenciones y atropellos que tanto sufre el ciudadano al acudir a una oficina pública.
Tan sagrado es el principio, que si la norma no se lo permite, no puede el funcionario público caer en groserías, o molestarse, o hacer despliegue público de la impaciencia.
Esos actos, aunque son propios de la naturaleza humana, deben ser frenados por el servidor, que solo hace aquello que la ley dispone y nada más.
Podría pensarse que una meta así caería en el sueño y la utopía, pero lo que se quiere no es que se cumpla estrictamente, sino que se ponga todo empeño y toda fuerza por aproximarse por lo menos a su cumplimiento.
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Por otro lado, ¿qué prohíbe al ciudadano hacer valer la plenitud de sus derechos, exhibir sus frustraciones, hacer público su grado de molestia ante el avasallamiento público?
Absolutamente nada; y debe el funcionario público saber que, en lo que concierne a ese cúmulo de libertades, siempre deberá ocupar aquel sitial que lo coloca jurídicamente por debajo de todo ciudadano que exija sus derechos.
Vivimos, pues, una mentira; letra muerta de epitafio es todo el cúmulo de enunciaciones constitucionales a las que no se le procura aplicación estricta.
Por ello, la única manera de reconciliar el ejercicio público con esas supuestas realidades que enuncia la Constitución es por medio del establecimiento paralelo de aquellos mecanismos que permitan el pleno y expedito cumplimiento del principio de legalidad, en el que debería descansar todo el mecanismo de ejercicio público.
Escríbase el principio de legalidad en la piedra; que se enmarque en cada dintel de la oficina pública que sea; que se grabe en cada cédula de cada ciudadano que tiene el honor de desplegar las libertades que no le corresponden al servicio público.
Abogado